Escombros del silencio

Cuando los secretos convierten las relaciones en escombros

Cuando vine al mundo en diciembre de 1969, el muro ya se había construido. No había experimentado ni la huelga general de 1953, ni las migraciones masivas hacia el oeste, ni el primer cierre de fronteras de 1955, ni la erección del segundo muro en 1962. Ignoraba completamente los cuarenta y cinco mil bloques de concreto que componían esa muralla ni los siete mil soldados que se turnaban para custodiarla. La imponente barrera se erigía a pocas cuadras, pero mi madre siempre evitaba acercarse a ella. En realidad, parecía que si dependiera de ella, nunca habría sabido que Berlín estaba dividida en dos.

Nuestra morada era un modesto apartamento en el número cuatro de la calle Weinbergsweg, en el lado oriental. En la modernidad de los actuales cafés, es difícil concebir la monotonía que dominaba las fachadas de esa época. No obstante, mi niñez solo conocía la realidad de la sencilla vida comunista que se nos inculcaba. No nos iba mal, si se puede decir así. Mis padres trabajaban como administrativos en una fábrica, ganando lo suficiente para mantenernos. Mi hermano y yo asistíamos a la escuela por la mañana y practicábamos deportes por las tardes.

Los fines de semana, nos dedicábamos a leer, jugar en algún parque o reunirnos en casa de amigos. Había cine, teatro y música en abundancia. Estudiar y destacar en algún deporte eran valores importantes. En nuestra casa, las reuniones estaban impregnadas de humo de cigarrillo y vodka. Nada fuera de lo común para una familia de clase media, a excepción de la ausencia de automóvil. Las escasas veces que disfrutamos de vacaciones en el Mar Negro, fue a bordo del Trabant de mi tío Klaus, quien había logrado adelantarse en la lista de espera gracias a sus contactos con el politburó. En cambio, mi padre recién pudo comprar uno en 1988.

Klaus era el hermano de mi padre. En cuanto a la familia de mi madre, sabía poco o nada; todo resultaba ambiguo y jamás se mencionaba. Si intentaba indagar, ella desviaba la conversación o me miraba con determinación, instándome a dejar de preguntar.

Para mi decimoquinto cumpleaños, mi padre adquirió un televisor nuevo. Lo recuerdo claramente porque ese día descubrí las cartas. Lo que buscaba era un simple adaptador en el cajón de sus corbatas, pero mi mano tropezó con algo inesperado: una gruesa pila de sobres con estampillas de la República Federal de Alemania. Consideré prudente no comentar nada sobre mi hallazgo, pero en cuanto la casa quedó vacía, regresé por ellas. Las primeras misivas no revelaron gran cosa; resultaba complicado continuar la lectura, dado que muchas palabras estaban tachadas, e incluso frases enteras aparecían borradas. A medida que avanzaba, comprendí que la remitente, Ingrid, tenía algún tipo de parentesco con mi madre. Lo curioso era que no lo expresaba abiertamente, sino que insinuaba su relación mediante enigmas, como “esa sangre que nos une” o “si aquel hombre pudiera verte”.

En otras cartas, Ingrid mencionaba mi nombre y el de mi hermano, mostrándose contenta de que estuviéramos bien, pero lamentando no poder visitarnos. Las últimas cartas de Ingrid parecían carecer de toda prudencia, y se quejaba abiertamente de la negativa de mi madre a solicitar un permiso para cruzar al oeste. No pude saber cuál había sido la respuesta, aunque no era difícil de imaginar: la última carta databa de un año atrás y terminaba con una pregunta incisiva: “¿Es que acaso nadie sabe de nuestra existencia?”

No tenía sentido que mi madre ocultara a su familia de esa manera. La construcción del muro había dividido a muchas familias, no era algo nuevo. Algunas lograban obtener permisos para visitarse. Ella también podría haberlo hecho, dado que tenía contacto con Klaus. Por lo tanto, empecé a ver en esa actitud un acto de puro egoísmo, una forma de privarnos a mi hermano y a mí de una parte de nuestra historia. Llegué a odiarla. Odié sus secretos tanto como odié su devoción por el sistema y su defensa de los valores que intentaba inculcarnos. Durante años, me opuse a todo lo relacionado con la vida comunitaria y socialista, solo para hacerla enfurecer.

A principios de 1989, los vientos de cambio se anunciaron con fuerza desde Hungría, y supe que debía partir. Sin embargo, una repentina enfermedad de mi padre aplazó mis planes de unirme al picnic paneuropeo. Pero ya no había marcha atrás. Pronto me sumé a las protestas organizadas para conmemorar el cuadragésimo aniversario de la DDR, en consonancia con las marchas de Leipzig. En ese momento, mi madre y mi hermano habían dejado de dirigirme la palabra, acusándome de haber empeorado la salud de la familia por mero capricho. Yo callaba, consciente de la verdad. El silencio me acompañó durante años, y nunca lo cuestioné, al igual que nunca dudé el día que decidí poner fin a las mentiras.

Aquel jueves de noviembre regresé a casa más temprano de lo habitual, a causa del crudo frío berlinés y de la resolución que había tomado. Hacía días que Honecker había renunciado al poder y se hablaba de flexibilizar las fronteras. No podía seguir esquivando lo que sabía; necesitaba que mi madre confesara que nos había engañado durante todos esos años y que me indicara dónde podía encontrar a la otra parte de la familia, ir a buscarlos.

Tal vez por eso, no prestamos atención al televisor, y nuestros gritos, los de mi madre y los míos, se mezclaron con los de los vecinos que corrían en masa hacia Friedrichstrasse primero y luego hacia cualquier parte del muro. No recuerdo si le dije a mi madre que dejara de mentir o que ya conocía la verdad, ni tampoco recuerdo su respuesta. Lo único que quedó grabado en mi mente fue su rostro inmutable y la reacción inexpresiva de mi padre, quien apenas alcanzó a comentar: “Me dijiste que tu hermana y tu padre se habían ido a Estados Unidos”.

Mi hermano fue el único que dio un portazo y se unió a la multitud que arremetía furiosamente contra la ya moribunda pared. Pero yo, que había tenido mi mochila lista durante mucho tiempo, que había vivido atormentado por un fuego interior insoportable y que había anhelado derribar esos ladrillos durante años, ni siquiera tuve la iniciativa de salir del departamento. Me quedé allí, inmóvil, mientras mi padre formulaba preguntas y mi madre lloraba inconsolablemente frente a la pantalla del televisor. Una pantalla que se empecinaba en repetir una y otra vez las palabras de Gunter Schabowski y las imágenes de miles de alemanes abrazándose.

En mi hogar, el muro de Berlín acababa de caer.

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