
Escuché un golpe, luego un grito. ¿O fue al revés? En la madrugada los sonidos se confunden. Al rato, la puerta de la alacena se abrió. Anna tenía ojos de haber pasado una mala noche. No lo dijo, pero supe que necesitaba un café. Las últimas semanas habían sido así: ella aparecía por la cocina más temprano que de costumbre con la vista llorosa y cansada. Pude sentir su hastío cuando me alzó y me apoyó sobre la mesada. Toda la furia se hizo visible apenas sirvió el líquido caliente. No lo vi venir.
Llegué a este mundo un día de febrero del año 2000, como una más de la prolífica familia Meissen. Mis antepasados gozaron de cierto prestigio durante el medioevo por haber sido favoritos de los reyes y aristócratas de la época. Pero la evolución social, sumado a dos Guerras Mundiales y otros tantos conflictos bélicos y económicos, llevaron a las futuras generaciones a un ámbito más mundano, quién dice, más exitoso.
Mi salida al mundo fue precoz. Solo los humanos cuidan a su progenie hasta la edad adulta. En el reino animal y en el mío propio también, apenas vemos la luz del nuevo día somos expulsados del paraíso a la vida diaria. De este modo, luego de pasar la inspección de calidad, fui enviada junto a otras de mi clase, a la morada de Henk, un importante comerciante del centro de Amsterdam.
La tienda se ubicaba sobe la calle Overtoom lo que le aseguraba a Henk una buena cuota de clientes. En el poco tiempo que pasé allí, vi a Henk casi doce horas diarias, más de lo que yo hubiese querido. Meticuloso, obligaba cada una de las piezas exhibidas cada tres horas. Ellen, su única empleada, se encargaba de la fragosa tarea con una franela perfumada y manos delicadas. Muy distinta de la brutalidad de las clientas. Una de ellas, una tal señora Saskia, solía venir los viernes por la tarde. Un rato antes, Henk pegaba el grito a Ellen para que chequeara si todo estaba en su lugar, se ponía más ansioso que de costumbre y era capaz de echar algún cliente con tal que Saskia se encontrara cómoda. Henk la saludaba con una reverencia apenas cruzaba la puerta y la seguía por toda la tienda como perro baboso.
Una de esas tardes, Anne entró al local. Fácil es imaginarse la consternación de Henk, quien apenas la vio, corrió a pedirle que se fuera. Anne protestó, no estaba dispuesta a hacerle caso, dijo que necesitaba comprar, con urgencia, un regalo para su aniversario de bodas. No tardó mucho en decidirse y es entonces que salí envuelta para regalo, dentro de una caja decorada con arabescos azules. Reconozco que, en un principio, su carácter me infundió cierto temor: así como me había elegido sin pensarlo demasiado, tal vez me descartaría con rapidez. Recuerdo que aquélla primera noche, todavía resguardada en el paquete cerrado, imaginé todo tipo de crueles realidades y porvenires. Muchas serían las veces que me preguntaría cómo hubiese sido mi vida si no hubiese conocido a Anne.
En un comienzo, la vida con ella y su marido George resultó de lo más sencilla. Anne era quien se ocupaba de acomodar la cocina todas las mañanas. Siendo dos, nada de lavavajillas odiosos ni empleadas descuidadas. Solía dejarme por horas sobre la mesada soleada. Desde allí, la vista al jardín era maravillosa. Lo mejor de todo eran las tardes, porque a George le encantaba el café. Tomaba una taza cuando llegaba del trabajo, de pie, con la mirada perdida en algún lado. Más tarde la otra, ya más relajado, ante la computadora en la que tecleaba con desesperación. George era de hablar solo, repetía frases incoherentes, o negaba con la cabeza y se insultaba en voz alta. En ocasiones me hablaba: A ver que te parece este párrafo decía. Y yo, muda de toda palabra, me limitaba a escuchar sus disertaciones. Era un ser adorablemente extraño.
Yo amaba esa casa, pero en mi quinto cumpleaños, decidieron mudarse. Anne había conseguido un trabajo más cerca de la ciudad y no quería andar viajando tanto. Sobrevino la catástrofe. Los empleados de la mudadora llegaron en manada y quedé olvidada en una caja, sin nada que hacer más que esperar a que alguien notara mi ausencia. No puedo decir a ciencia cierta cuánto tiempo pasó, solo que cuando finalmente volví a ver la luz, todo había cambiado.
Anne vomitaba todo el tiempo y hasta el aroma del café le daba náuseas. George dejó de prepararlo en la casa y volvía con esos traidores vasos descartables de Starbucks, solo para contentar a su mujer que, además, arrastraba su mal humor diario. Discutían mucho en esa época, por pavadas, por cualquier cosa. Más bien Anne le reprochaba a George que era ella quien debía sacrificar su vida profesional, que él jamás entendería cómo se sentía y bla, bla, bla. Yo los escuchaba, azorada. Los demás, que vivían sus inertes existencias sin prestar demasiada atención, se reían de mí. ¿Acaso pensaba iniciar una revolución? Era evidente que no podría. De todos modos, no quería resignarme. Aspiraba a más: en definitiva, era una Meissen, deberían tratarme con más respeto. Por mis antepasados y todos los que me habían precedido, necesitaba un cambio.
Durante mis solitarias tardes soñaba con habitar algún palacio, como aquellas historias que le escuchaba relatar a Henk cuando intentaba convencer a la señora Saskia de que comprara la vajilla de plata. Hablaba de reyes y princesas, de invitados y banquetes, otro mundo habría sido mejor que éste. O me veía a mí misma en la mesa de algún hotel de lujo, de la mano de importantes personalidades. ¡Qué bueno sería que me prestaran un rato de atención!
Nada fue mejor desde aquella mudanza. Algunas compañeras solían decirme que tuve suerte de que no me regalaran, pero ¿quién sabe? A mis quince, Anne me envió de campamento con el pequeño Georgy y eso fue el acabose. ¿Dónde se había visto que debiera convivir con la mugre? Allí fui yo, tirada en una mochila desordenada junto a las toallas y los calzoncillos. Tuve que soportar el cancionero en una mesa colmada de niños, dormir en el piso de una carpa arenosa y permanecer sucia la mayor parte del tiempo – ni siquiera cuando creció, Georgy aprendió a lavar platos -. ¡Oh! ¡Eso no era lo que quería para mí! ¿Dónde habían quedado mis ilusiones y mis deseos? El tiempo arrasaba mis días, pronto sería una pieza arrugada y no precisamente de museo. No quería conformarme a las fauces de un pequeño irreverente.
Conformarse. ¿Cuántas veces puse en tela de juicio esa palabra? Tal vez es el deseo lo que terminó por consumirme, transformándome en un ser amargado y resentido. Todo ese tiempo creyendo que debía tener un mejor destino me impidió apreciar la verdadera belleza de lo cotidiano. No supe valorar la familia que tenía, Anne me había encomendado a las nuevas generaciones y ese hecho pasó totalmente desapercibido.
Ya era una adulta descolorida cuando George y yo volvimos a encontrarnos en sus tardes de escritura. El pequeño Georgy había dejado de ser pequeño y ya no vivía en la casa. Nos mudamos de nuevo, esta vez a un pequeño departamento sin jardín ni vistas. Las peleas entre Anne y George regresaron. Todo era monótono y terriblemente aburrido. En ocasiones, pensamos que revivir aquellos días en que fuimos felices pueden traernos de regreso al pasado. No, en mi caso. Ya no sentía lo mismo ni me agradaba lo mismo. Era como si lo hubiese olvidado, mi enfurecida ceguera acumulada por años se anteponía a cualquier hecho de placer.
Por eso, aquella mañana no me importó en absoluto que fuera Anne y no George quien me tomara en sus manos. Nada era superior a mi propio hartazgo. No lo vi venir. ¿Quizás me hubiese salvado? Anne terminó su café, me levantó a la altura de su mirada y en ese segundo en que mi resentimiento se hizo uno con el de ella, me arrepentí de no haber podido disfrutar un poco más de la vida. Fue justo antes de que Anne me hiciera añicos contra la pared. Justo cuando recordé que no era más que una taza de porcelana.
Gracias Carina, lo disfruté mientras tomaba mi mate de madera, q quizás no tenga el mismo destino q la taza, pero q quizás sea reemplazado por el aburrimiento, aunque quizás no.
Me gustó mucho, no sabría decir porqué, pero me sumergí en la historia aún con ruidos cotidianos domésticos (ese fué «mi café» para acompañar el relato).