Un día en la Feria del Libro de Buenos Aires junto a Natalia Alterman

Distinguir a Natalia Alterman entre los libros se hace difícil. No es que pase desapercibido su metro setenta de altura, sino que de algún modo inexplicable, se mimetiza con ellos. En el estand 322 de la Feria del Libro de Buenos Aires, Natalia parece fundirse entre las tapas de más de sesenta títulos publicados que pavonean su orgullo en pequeñas estanterías blancas. Libella Ediciones, su sello editorial, es todavía joven. Apenas dos años la separan de aquel post de Linkedin en el que anunciaba que emprendería algo que la apasiona: acompañar a las personas para que puedan hacer realidad sus sueños. Algo nuevo entre lo viejo. Porque ella, la emprendedora, la editora, la mujer que en voz baja da instrucciones a sus colaboradores, lleva en sus cuarenta y tres años, las cicatrices de un oficio que aprendió desde niña.
Me recibe con una sonrisa. Supongo que está contenta de verme, aunque le haya caído con un martes trece pocas horas antes del comienzo de la feria. Natalia, le escribí el jueves a la mañana, mientras su auto rodaba por la Autopista Buenos Aires- La Plata en dirección a la capital. No te lo tomes a mal, pero quiero agrandar la letra. Solo a mí se me ocurriría pedir la reimpresión cien ejemplares de un libro ya publicado porque la letra me parece chica. Claro que me ofrecí a pagar los gastos de mi capricho. Y ella, sin que se notase un ápice de nerviosismo, sin que su tono de voz mostrase fastidio alguno y aunque estuviese haciendo zigzag entre los lentos del asfalto, me respondió que no había problema.
Entre Natalia y yo hay una hora y cuarto de distancia. Más o menos lo que se demora en llegar desde el Tigre a la Rotonda de Gutiérrez, según sea el nivel de embotellamiento. Ella del sur y yo del norte, planificamos toda la publicación de mi libro por videoconferencia y mensajes de WhatsApp. Hoy que por fin nos encontramos, nos sentamos a charlar un rato en una mesa de café sin café, mientras la gente deambula por una alfombra azul descolorida en busca de algún libro.
¿Por qué la edición de libros? Natalia está acostumbrada a que le hagan esta pregunta, por eso no demora ni un segundo en explicar sus veinte años de experiencia y la genealogía familiar. Sus padres eran apenas unos estudiantes cuando decidieron comprar un mimeógrafo e imprimir apuntes de la Universidad de La Plata, muchas décadas antes de que los extinguiera la era digital. Solo aquéllos que nacieron en un mundo analógico podrán reconocer el negocio detrás de esa idea y las horas de esclavitud que implicaba manejar un taller de impresión. Por eso, cuando Natalia nació, los primeros sonidos que la acunaron no fueron los de la música para niños, sino los de la incansable rotativa de una imprenta.
No resulta extraño entonces, que a los quince -y lejos de la fiesta y el vestido-, su padre decidiera que estaba en edad para trabajar. No le disgustó el encargo. De algún modo Natalia entendió que debía colaborar con la empresa. Sin que ella pudiera saberlo, se estaba preparando: su padre fallecería dos años después.
A Natalia no le gusta hablar de eso: cree que su historia es un golpe bajo propio de una película dramática, de esas que se ven un domingo a la tarde con los pañuelitos de papel a mano. Una película que bien podría llevar la cínica letra de la canción de Joan Manuel Serrat, Hoy puede ser un gran día donde todo está por descubrir/ Si lo empleas como el último que te toca vivir. No. No quiere que vayamos por ahí: aunque la prematura muerte de su progenitor forjó su carácter, insiste en que lo importante es lo que ocurrió después. Con solo diecinueve años, Natalia se puso al hombro la tarea de sacar adelante la imprenta.
Daniel Pomba, uno de los autores publicados por Natalia, ignora totalmente esa historia. Por eso, cuando se acerca a nuestra mesa, Natalia aprovecha para soltar el tema y dejarme sola con la curiosidad. Daniel está nervioso: en media hora habrá de presentar un libro sobre los ramales de trenes, de la Provincia de Córdoba. Escrito como un cable a tierra durante la pandemia, Pomba realizó un estudio exhaustivo sobre la historia de estaciones ferroviarias que alguna vez crearon pueblos. Y a pesar de que suele brillar sobre los escenarios como cantante lírico, no deja de sentirse un niño a punto de dar examen.
Escondiendo su timidez tras una voz tenue, una parsimoniosa melodía que acompaña con la espalda recta y con la misma sonrisa que me recibió hace un rato, Natalia lo calma. Hay algo en la extrema paciencia de esta editora que le permite atemperar los miedos ajenos. Y los egos también. Quién sabe si sea producto de la resiliencia, o de sus estudios como docente de educación física, una profesión que ejerció poco. Aun así, ni uno de sus rulos oscuros se altera cuando le aconseja a Daniel que vaya yendo para la sala, que en minutos lo alcanza. Daniel no duda en hacerle caso. En definitiva, Natalia ha sabido facilitarle el camino antes, cuando él solo tenía el proyecto y no los fondos para ver su sueño impreso.
Mientras la espalda de Daniel se aleja, Lu Fattore pista para aterrizar en la atención de la editora. Hace poco que presentó su novela “La culpa la tuvo Gena Rowland” y Natalia le aclara que yo también soy autora. Esta forma de denominarnos -nos llama los autores- no tiene que ver con considerarnos parte de un grupo selecto sino de algo más humano. Somos parte de una gran familia. El aprecio de Natalia por sus clientes va más allá del entusiasmo y el sentimiento se refleja en los ojos de los autopublicados. Las fotos que dan cuenta de esta admiración mutua se reproducen en forma casi idéntica. Caras sonrientes se alternan con las tapas de los libros que imprimen un mensaje en la historia de lo escrito.
Diego Eguinlian, en su libro “Huellas del Agua” -un increíble recorrido de sus acuarelas-, le agradece sin nombrarla. A mi editora y su grupo de trabajo quienes me alentaron y guiaron a lo largo de todo el proceso, escribe. Me resulta increíble la capacidad de Natalia de estar y no estar en la puesta en escena. Creo que es un poco simple verlo de esa forma. Natalia no es solo una editora. Es una realizadora de sueños. En su universo, los libros no son, únicamente, las historias que cuentan. Son también las historias de quiénes las escriben.
Como la de Daniel, que ahora diserta con su típica tonada cordobesa sobre los miles de kilómetros de rieles que alguna vez pasaron por Altoalegre, su pueblo natal. Vías que crearon progreso, criaron infancias y hoy se entierran bajo los crecidos pastizales de la ignorancia y el olvido. Natalia lo escucha, mezclada con el público de la anteúltima fila, como si quisiera dejar un espacio para que algo maravilloso suceda. Es lo que ocurre cuando Daniel termina su charla y Carlos Balderrama, jubilado de Trenes Argentinos, cuenta a micrófono abierto lo que significó la privatización para muchos que se quedaron sin trabajo, hombres grandes a los que vio llorar por primera vez. O cuando una señora pide la palabra para agradecer a Daniel y recuerda lo importante que fue el ferrocarril para la colonización judía en el interior. A veces, los libros crean esos mágicos puentes que otros atraviesan con sus propias historias.
Natalia también tendió ese puente cuando dos años atrás dejó de encender velas en el camino de otros e izó las de su propio rumbo. El testimonio heterogéneo de esas leguas recorridas, son las tapas de los sueños que hizo realidad. Allí conviven, además de las clásicas novelas, poemarios y antologías de cuentos, una colección sobre Sarmiento, la historia del Newcom en la Argentina, -un deporte adaptado del vóley para personas mayores de sesenta años-, varias biografías familiares, cuentos ilustrados para niños, un manual sobre la cultura Kaizen y hasta un tutorial para fabricar parrillas. Parrillas solas o con mesadas, anónimas revestidas en piedra o con nombres de barrios, como Carapachay y Berazategui.
¿Cuántas ideas caben entre dos tapas? Natalia opina que todos pueden aspirar a publicar un libro. Virginia, su estrecha colaboradora, lo confirma. Un libro no tiene que ser una novela, puede ser un conjunto de cartas, la historia de un negocio o, simplemente, una tesis. Uno de los ejemplares que más conmueve es “Mis Rosas” de Noemí Gómez, un ejemplar que reúne los versos que escribió a sus hijos, quienes, paradójicamente, no se entusiasmaron con la idea de que su madre gastase sus escasos ahorros en ello. Noemí ni siquiera pudo viajar para ver su libro exhibido en la feria.
Soltar un libro al mundo requiere de un gran esfuerzo, también económico. Aleema Curri, una fotógrafa que plasmó, tras siete años y cuarenta y cinco viajes a Jujuy, un icónico retrato de la Pachamama, se emociona al recordar que Natalia la ayudó mucho para dar ese paso. El proyecto no estuvo exento de idas y vueltas, de dudas y de un mejor lo dejo para otro momento. Sin embargo, Natalia no quiso dar el brazo a torcer. Había sentido algo particular cuando conoció a Aleema, de algún modo supo que el libro lo tenía que editar ella y cuando dice esto, el rostro serio se afloja, se deja llevar, acaricia la tapa con las manos. Un deseo que no es solo de Aleema, sino también de Doña Josefina, una anciana del pueblo de Maimará que lleva la historia tatuada en sus arrugas. No es la primera vez que Josefina recorre los mil quinientos kilómetros que la traen a esta ciudad, solo que esta vez estará para acompañar a quien supo plasmar sus conocimientos ancestrales en papel ilustración. En este dejar hacer y hacer, Natalia se suma a la improvisada procesión que encabezan Aleema y Doña Josefina cuando cantan coplas por el pasillo, hasta la sala donde se presenta el libro.
La tarde se va extinguiendo, de a poco. Me detengo en la pequeña libélula dorada que cuelga del cuello de Natalia. Libélula es el diminutivo de Libella, el nombre que Natalia eligió para su editorial y significa balanza. No es un nombre elegido al azar. La libélula representa la madurez, la posibilidad de ver más allá de la superficie, la virtud de vivir la vida al máximo. Un poco de lo que Natalia buscaba cuando decidió dejar la empresa familiar que había dirigido desde sus diecinueve años para dedicarse a su pasión. Y es curioso, porque las libélulas aparecieron justo cuando comenzaron las reformas para montar sus oficinas. Daban vueltas en lugares inaccesibles, alrededor de los andamios, de las arquitectas. Nadie podía explicar esa presencia, no amenazaba lluvia ni hacía calor. Por eso, antes de irme, le pregunto: ¿Qué representa la Libélula para vos?
Esta vez, Natalia no contesta de inmediato, se excusa en que el tema es un poco largo, suspira, temo que vuelva a pedirme que no vayamos por ahí. Después de un largo silencio dice:
―Es que la libélula representa un poco a mi papá.
Gracias Carina, siento que es demasiado para mí, gracias de corazón, simplemente hago lo que me apasiona hacer, y estoy convencida que si hacemos lo que amamos, sea lo que sea, se transmite y el otro lo siente.
Gracias de nuevo. Felicitaciones por tu hermoso libro!