
Hace dos semanas decidí adoptar una perrita rescatada de la calle. En un mundo donde queremos que todo suceda ¡YA!, Frida me enseña que algunas cosas llevan su tiempo.
Los perros llegan en el momento justo dice Pampita Montenegro[1]. Es posible que tenga razón. Frida aparece en mi vida un viernes a la mañana, en un exacto momento de locura repentina en que digo que sí, que puedo adoptarla. No me malinterpreten. Frida es hermosa, pero está un poco loca. Mejor dicho, traumada. Frida llega a casa con un pasado desconocido, tres o cuatro años de una vida anónima y sin fecha de cumpleaños. A casi nadie le gusta el nombre que le puse, pero es que tiene cara de Frida. El pelo negro y grueso, la mirada libre y un dolor escondido que desaparece solo algunas veces.
Cada vez que me acerco, cada vez que alguien se le acerca, huye a una distancia segura, la necesaria para que no aplique la regla del rescate de Samanta Schweblin. Por milagro, llego a acariciarla una vez y no sé si podré hacerlo de nuevo en el futuro. Frida se achicharra bajo mi mano y con la cola entre las patas se eriza como si estuviera a punto de atacar. A veces me pregunto si tendrá sangre felina, parece el producto de un cruce imposible, entre un gato y un ovejero alemán. El resultado de una noche de borrachera del ovejero, o de un amor prohibido por la biología.
Fabiana, la chica que la rescató, dijo que tenía que dejarle puesta la correa por si se escapaba. Me advirtió que, si volvía a la calle, no la atraparemos nunca más. Así que los primeros días, Frida camina con el arnés y la correa por toda la casa. La arrastra como si arrastrara sus sueños truncos, como el cascabel del gato o los grilletes de un preso. Tal vez me odie por haberle quitado la libertad. O me ame por haberle devuelto un lugar seguro. No es posible saberlo. Me mira desde lejos con sus pupilas marrones, enormes, llenas de miedo. Creo que si hablara me pediría que respete su espacio. Y sus tiempos.
La libero de la correa para bañarla y cuando intento volver a ponérsela, Frida corre como la mejor deportista, busca la salida con precisión matemática. Luego elige una pared, se recuesta un poco, o se esconde bajo la mesa. No es que se haya dado por vencida, es parte de la estrategia. Cuando acerque la mano, tirará el tarascón. Todavía me duele la mordida.
El domingo la encuentro petrificada frente a la parrilla. No es el crepitar del fuego sino la tira de asado y las achuras que se humean sobre las brasas. Frida acaba de conocer Disney, el pochoclo y los anteojos 3D, todo en un mismo día. No se mueve por nada del mundo, tal vez crea que la gracia divina hará caer un pedacito de carne al suelo. Salvo cuando llegan los invitados y el miedo regresa. Los humanos, una historia de terror. Entonces se esconde tras el árbol más lejano, pispea con la cabeza gacha y yo pido que la ignoren pues no confía en nada ni en nadie. Pero, así como existe el clonazepam para las personas, existe el asado para los perros. Todos los traumas de Frida parecen esfumarse cuando le damos un hueso. Es pura felicidad, un día de fiesta para todos, menos para Henry. Su ánimo parece pendular entre los celos y la depresión, observa a su competidora desde arriba, como si Frida no fuera de su clase, de esa que viene de criadero. En casa, los papeles se invierten, él es el damo y ella la vagabunda.
Una tarde de miércoles, Henry y Frida encuentran la tranquera abierta y se fugan juntos. No enfrentan peligros, ni comen espagueti, ni se enamoran. Henry vuelve de la mano de un vigilador a los pocos minutos. Frida no. Y las palabras de Fabiana me taladran la conciencia cuando salgo a buscarla, con la certeza de emprender una tarea inútil. ¿Qué caso tiene adoptar una perra de la calle si lo que quiere es vivir en la calle? Alguien me dice que la vio cerca del puente, otro que hace instantes corría tras un caniche blanco. ¿Quién me manda a meterme en este quilombo? Muchos quieren ayudar, pero Frida no aparece. ¿Acaso yo tengo la capacidad de cuidar un animal rescatado? Doy tres vueltas, otras tres más. Pronto me harto de correr tras un fantasma, vuelvo a casa resignada a dejarla ir. Me digo que es una señal, que esto tiene que ser así. Que si en definitiva se fue es porque no está bien en casa. Y no termino de enhebrar la última frase cuando ella aparece, lo más campante, como si no se hubiese ido jamás. Sola, con su arnés rojo que se ladea de costado porque le queda grande. Con sus patitas flacas, su pelo negro y la sonrisa escasa. La observo desde mi incrédula distancia y me pregunto si no será esta la señal. Como en el dicho: “Si amas a alguien…”. Frida sostiene mi mirada, sus enormes pupilas oscuras enfrentando mis preguntas y mis dudas. Como si quisiera hablar, como si quisiera decirme algo. Algo como “tranqui, no te enrolles, ya estoy de vuelta”. O mejor dicho: “¡Ni loca vuelvo a la calle, acá se come como los dioses!”.
[1] Montenegro Pampita, “El Mejor Entrenador”, 2da edición, Ediciones Galáctica, Julio 2022.
Excelente relato, que emocionante! Pocas acciones tan hermosas cómo adoptar un perro callejero.