Sir Henry está a dieta

Henry está a dieta. Se aparece en la cocina cuando tomo mi café,  mueve mi brazo, me mira con ojos tristes. Le digo que ya comió, que hasta la noche no hay nada como si fuera capaz de entenderme.  Claro, él no puede decidir que empieza el lunes o abrir la heladera y clavarse un pote de medio kilo de dulce de leche porque tuvo un mal día. Depende de mí y aunque me niego a darle de comer, se queda a mi lado, quieto e inamovible, con los ojos fijos en la taza. Pretendo ignorarlo, pero adopta esa forma tan insoportable de llamarme la atención; respira como Darth Vader y en cada exhalación parece decir “quiero un bife de chorizo”.  La nutricionista me pidió que tuviera paciencia, que el sobrepeso es malo para las articulaciones. Pero cada vez que se parapeta delante de mi café, me pregunto si podré aguantar tanto. Como el chico que me arreglaba la computadora. Una vez fui hasta la casa y lo encontré en la vereda con las ojeras por el piso y una lata de atún en la mano. Su gato también estaba a dieta y había maullado toda la noche por hambre. El chico había decidido quedarse en la calle para no ceder a la presión de su bola de pelos.  Es como la tortura esa que te priva del sueño ¿entendés?, dijo, agarrado a la lata como si fuera un salvavidas. Por suerte Henry no ladra, aunque a veces llora entre sueños. Son aullidos intermitentes, repetitivos y bien agudos, que se meten en el tímpano, incluso a las tres de la mañana.  Luego se despierta y deambula por la casa con las pezuñas arañando el piso de madera. Tic, tic, tic.  ¿Acaso no se han desvelado alguna vez por una tira de asado? Sacudo el brazo y le grito para que la corte de una vez y esta vez hace caso; se va hacia la puerta, resignado.  Le abro para que salga, su cola pendula de un lado al otro mientras la barriga lo hace en sentido contrario. Como el perro de Pávlov, el mío aprendió que cuando sale al jardín, alguien pone comida en su plato. Por eso, aunque es un día hermoso para descansar al sol, Henry llega hasta el límite de la galería, pega la vuelta y se queda ahí, acongojado detrás del vidrio, observando el recipiente vacío.  Pienso que no es justo que pase hambre, pobre bicho. Lo pienso mientras saco el pote de la heladera y hundo la cuchara en el dulce de leche.

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