Felicidad de cuero

Sentado sobre la escalera de piedra, Marcos festeja en soledad. Lleva la cabeza hacia atrás y la boca dibuja una gran sonrisa silenciosa cuando el sol de la mañana le da de lleno en sus rechonchas mejillas. Olvida el frío que le atraviesa la suela gastada de las zapatillas, esas que heredó de su hermano. Las mismas que antes estrenó su primo.

Todavía no pensó en la excusa que le inventará a su mamá, pero está decidido a quedarse con el premio. Una apuesta es una apuesta. Y él  ganó en buena ley. Podría haber perdido, podría haber tenido que imitar una gallina en medio del patio y quedarse en cuclillas hasta que le cayera un huevo. Eso es lo que había prometido hacer si la Señorita Miles hubiese ido al colegio sin el sombrero rojo.

Las pequeñas manos abrazan el cuero reluciente mientras imagina que ya no sentirá  el filo de los adoquines bajo sus pies,  ni sus dedos estrujados al final del día.  No le importa que sean dos talles más grandes. Las odiosas medias de lana que lo obligan a usar hasta la rodilla harán que le queden más justos. Si no, los rellenará con algodón como lo hace su madre con las botas que le regala la tía Aurelia, esas que ya no le sirven. Y eso que los pies de la tía son como ballenas.

Ahora sólo le faltan los pantalones. Su padre le ha dicho que no es bueno ser pretencioso, pero es que no soporta el invierno en las rodillas. Así que tendrá que pensar en algo y jugarle los largos de franela a alguno de sus compañeros.

Por lo menos hoy, para Marcos, la felicidad se ata con dos cordones.

Carina M. ©

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